No sé si al pintor Molina Sánchez le tiemblan las manos, lo que sí sé es que no le desaparece la sonrisa. También, no hay que negarlo, el tiempo le ha quebrado su agilidad, pero no su modo de ser y su deseo de estar. Por eso, pese a los noventa años, que hoy cumple, como un chiquillo ilusionado que sólo ansía descubrir, aparece -respaldado por el fiel servicio de Gloria y de Víctor- en conciertos, inauguraciones, asambleas y muchos otros sucedidos que contengan un hálito artístico. Es que el arte, a través de su pintura, ha sido algo que no ha abandonado jamás, desde aquella niñez ya tan lejana.
Hasta hace cuatro días -cuando la fatalidad se creía con la influencia necesaria para arrebatárnoslo-, Molina Sánchez mataba las horas encelado en sus dibujos, como un modo de no renunciar nunca a aquello a lo que tanta entrega le dedicó y a lo que tanta belleza le ha regalado. Por suerte, su voluntad de vivir le ha hecho superar intenciones fatídicas, y hoy convive emocionado con estos noventa años, revoloteando entre los sueños, ilusiones y palpables realidades, que nos ha sabido transmitir.
Uno cree que nuestro pintor, entrañable, querido, humilde, tan exquisito pintor, preferirá -si es que lo prefiere- que lo felicitemos por ser un hombre bueno, ya que jamás mostrará deseos de que juguemos a la equivalencia entre su persona y su obra. Cada una lleva un camino y cada una permanece para un fin.
Hoy, en esta fecha relativamente significativa -que podamos celebrar su vivo centenario- quizá importa más el Molina Sánchez entregado, trabajador y bueno, que ha hecho oír a su alrededor como una canción de bienaventuranzas. Es anti-irritable. Y sabe recibir las bromas ajenas sobre cómo pasa el tiempo rozando el alma, con su mirada aguda dirigida al interlocutor, con un amago se seriedad y con la sonrisa, quién sabe si hasta picarona, convertida en arma natural, capaz de desconcertar cualquier intención encubierta. Y si le mientes la muerte, como un instante fatalista, que ha de acechar y hallar el espacio propicio para ganar la batalla, Molina Sánchez calla y no responde, pero su respuesta también es un silencio cuajado de sonrisa.
Emociona escuchar sus reacciones, siempre generosas, siempre lisonjeras. Son resorte como innato, como naturalidad implícita en su corazón, sólo sembrado de bondad. ¿Quién existe en este y en el otro mundo, capaz de recordar la más insignificante malicia ejecutada por Molina Sánchez?
Nació hace noventa años. Y sobre su acumulación de tiempos, y tan variado tránsito de personas y sucedidos en esta tierra que le vio nacer, o en aquellas otras, en las que también ha latido su presencia, tampoco habrá quien pueda decir que ha alterado su discreción para emperifollar su persona; y aún menos, su pintura, objeto primordial de tan merecida existencia.
Seguro que muchos amigos, los muchos que lo quieren de verdad, porque se ha hecho querer -no por dejarse querer-, le prestarían una parte de su aliento para que siguiera viviendo siempre y para que se rejuveneciesen su mente y sus manos, y pudiera volver, con la vitalidad casi de un principiante, a coger los pinceles y evocar aquellas rutas, aquellas obras, aquellas épocas de amor, que nos parecen tan lejanas. Que volvieran a aletear sus ángeles, que para él son como seres humanos que quieren separarse de la bestia. Que reviviese esa gracia natural que en sus cuadros ha brotado como hierba fresca, recién asomada. Que los colores se enternecieran de nuevo, para comprobar la capacidad creadora, a la hora de impregnar de vitalismo y color un lienzo, un papel, que han atravesado etapas y espacios, como síntoma de la inquietud artística que le ha impulsado a la creación.
Molina Sánchez cumple hoy noventa años. Que su sonrisa y su bondad sean eternidad incuestionable. Muchos de sus cuadros ya lo son.
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