San Antolín, el barrio más castizo de Murcia, atesora una de las parroquias más antiguas de la ciudad.

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Fachada principal de la iglesia de San Antolín antes de ser restaurada.

En el castizo San Antolín, entre una algarabía de gente obrera y tiendas de países remotos, pese a los rugidos metálicos de la cercana autovía, aún se respira Murcia, la ciudad que antaño cantara Jorge Guillén, con sus atardeceres de palmeras retorcidas y jazmineros, que tapizan el suelo de palomitas blancas y arrugadas, de macetas de alhábega en los balcones y aromas de café de olla, de puchero con hierbabuena y colonia a granel, tan humilde como refrescante, viva, cotidiana. Tan original es este barrio, donde aún se conserva la esencia de la ciudad, que se permite un templo con la torre inacabada y, como altar del Cristo del Perdón, el que hace retemblar la carrera nazarena cada Lunes Santo, una auténtica fachada del siglo XVIII. Era, al menos una parte, la que levantaron los Marqueses de Los Vélez, cuyo palacio fue derribado en 1946. Pero tan cruel ataque al patrimonio ya había sido superado, también en San Antolín, cuando su iglesia fue dinamitada hasta los cimientos.

La historia del templo arranca más allá de la muralla árabe, donde se decidió construirlo en el barrio de la Arrixaca. Aquella fábrica apenas se mantendría en pie cuando en 1743 fue derribada. Dos años después se iniciaron las obras de la nueva iglesia, alentadas por la determinación de los fieles, quienes organizaron hasta corridas de toros para costear la obra. Tuvieron desigual suerte. Unas veces, porque tuvieron que suspender los festejos a causa de la lluvia. En otra ocasión, cuando la autoridad prohibió la fiesta al comprobar que nadie había pedido el oportuno permiso. Sucedió en la Pascua de Resurrección de 1755 y la feligresía, indignada, no reclamó el precio de sus entradas, lo que ayudó a impulsar el proyecto.

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Más tarde, el párroco solicitó al obispo y al Cabildo de la Catedral que, además de sus oraciones, arrimarán unos reales para concluir la capilla mayor. Pero se negaron y, si bien no llegaron a las manos, si lo hicieron ante el mismísimo Nuncio, quien le dio la razón al humilde párroco y la Diócesis costeó los 84.000 reales necesarios. Entre unas cosas y otras, el templo fue rematado el 2 de agosto de 1774. La iglesia atesoraba capillas a San Antonio y San José, a una Divina Pastora, obra de Salzillo y con cofradía propia, a Nuestra Señora de los Dolores, San Carlos, Santa Bárbara o el Señor del Malecón, el Cristo atado a la Columna que fuera venerado en una pequeña capilla ubicada junto al desaparecido convento de los Franciscanos. Junto a él, existía otro Señor del Malecón, el remoto crucificado que aún sale en la emotiva y profunda procesión de Lunes Santo.

Junto a estas obras, innumerables lienzos de arte religioso y otras pequeñas tallas, como la de San Ginés, que fuera recuperada de la antigua ermita dedicada a este santo en la plaza del mismo nombre. Y todas ellas fueron la admiración del barrio hasta el estallido de la triste Guerra Civil, cuando el edificio fue demolido. Sólo logró salvarse el espléndido bajorrelieve que muestra el milagro de San Antolín, el patrón de los cazadores, quien logró sacar agua de una piedra.

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Ya dinamitada la parroquia en 1936, una forzó el cambio de nombre de la plaza.

Habría que esperar hasta 1945 para iniciar la construcción del actual templo. La mayoría de óleos desaparecerían en la contienda para ser reemplazados, en parte, por el magistral pincel de Muñoz Barberán. Otras obras, como Santa Bárbara, aún puede admirarse en el templo de planta basilical. Pero tan increíble destrucción no restaría ni un ápice de popularidad al castizo nombre de la plaza que, en 1936, sería cambiado por el de José Calderón Samma, según pidieron «las minorías comunistas». Apenas resistiría la denominación un asalto, porque esta plaza castiza, aunque tenga el nombre de un santo tan extraño a Murcia, seguiría conociéndose de ese modo hasta la actualidad. No en vano, ya en 1792, el Correo Literario de Murcia, el primer periódico murciano, recogería referencias a la plaza. Esto, sin olvidar que, para considerarse ciudadano de derecho de esta noble ciudad, hay que presenciar la espléndida salida del Cristo del Perdón, titular de la cofradía del mismo nombre, heredera del Gremio de Sederos, cada Lunes Santo a la puerta de la parroquia, mientras la plaza se rinde al golpe seco del estante de morera y el aroma a pastillas nazarenas de bergamota inunda la urbe.

Fisgoneado en La Verdad.

This entry was posted on 11/02/2009 and is filed under , , , , . You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0 feed. You can leave a response, or trackback from your own site.