El obispo Belluga evitó hace 3 siglos que los ingleses tomaran Murcia y ganó la séptima corona. Ocurrió el cuatro de septiembre de 1706. En aquella época aún seguía en pie el palacete del primer Marqués de Torre Pacheco, en la carretera de Espinardo, un tanto alejado entonces del lugar donde comenzaba la ciudad. La batalla librada a sus puertas provocó que el edificio se conociera desde entonces como Huerto de las Bombas.

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Centenaria. Imagen histórica de La Glorieta del Ayuntamiento, aún sin la estatua que la ciudad de Murcia levantaría al Cardenal Belluga.

Cuando en 1700 muere el rey Carlos II el Hechizado, con quien concluye el gobierno de la Casa de Austria en España, comienza una feroz guerra por el trono. Si bien Carlos II no deja heredero, otorga por testamento la Corona a un nieto del Rey francés Luis XIV, Felipe de Anjou, futuro Felipe V, quien debe conquistar la corona por las armas contra el archiduque de Austria.

En Murcia sonaron tambores de guerra en el año de gracia de 1706. Año que no tuvo, sin embargo, gracia alguna para los pobladores de esta Región. Siete regimientos de infantería y cinco de caballería fueron enviados a la ciudad de Murcia para apuntalar el ánimo, ya un tanto quebrado, de las milicias voluntarias que la defendían. Pero la soldadesca, en lugar de entregarse a las musas como aquellos soldados románticos, se entretuvo en arramblar con cuanto crecía en los bancales, segar los trigales para convertirlos en forraje y desperdiciar la poca comida que obtenían de buen grado o por la fuerza. Hasta soltaban a las bestias, acaso por el parentesco que les unía, para que sus caballos ocuparan los establos. Un poema.

Los murcianos, con el apoyo del Ayuntamiento, para dar cuenta del destrozo causado por los regimientos, enviaron a la Corte a uno de sus regidores, el mismo que regresó para informar de que en Madrid sólo interesaba ganar la guerra. Con todo y con eso, como dicen en la huerta, la ciudad se mantuvo fiel, más que por devoción monárquica por la catequesis sutil y continúa, al final encendida, que impartió el obispo-guerrero cardenal Belluga, a quien no le tembló el pulso para apoyar el auto de prisión contra unos frailes capuchinos.

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Histórico. La portada del Huerto de las Bombas, hoy reubicada en El Malecón.

A estos frailes, recluidos en su propio convento bajo siete llaves y algunos hijosdalgos como guardianes, les acusó el inquisidor de «reos de alta traición». Y se quedó tan fresco. Entretanto, cuando el marqués de Rafal hizo público en Orihuela su apoyo al archiduque de Austria, la ciudad preparó sus defensas para una batalla inminente.

En la plaza de Santa Catalina se distribuyó el principal cuerpo de guarda, junto a la ya destartalada iglesia sobre la que parecía recostarse un minarete musulmán que hoy es historia. Desde allí podía divisarse toda la vega. Había más tropas en la casa y torre del Mercado, luego solar de los condes de Almodóvar, y en la Puerta de Castilla y el puente junto a la también desaparecida Torre de Caramajul.

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El río. Fotografía del Segura a la altura del Puente Nuevo, una de las entradas históricas a la ciudad de Murcia.

En la amanecida del 4 de septiembre alcanzaron las puertas de la ciudad un regimiento británico acompañado de efectivos holandeses, quienes no lograron hacerse con la plaza. La batalla del Huerto de las Bombas, como destacan algunos historiadores avisados, no fue tan decisiva para la victoria en Murcia como la genial idea que el cardenal tuvo de levantar los tablachos de las dos acequias mayores de Murcia, lo que provocó la inundación de gran parte de la huerta e impidió que los enemigos del primer Borbón tomaran la ciudad. La dinastía agradecería más tarde el valor de los murcianos con prebendas e inversiones hasta concederle al escudo del Concejo la séptima corona.

La carretera fue renombrada, en la parte que abraza a la ciudad, como avenida Miguel de Cervantes en la década de los sesenta, época en la que también se derribó la mansión del marqués.

La portada de aquel Huerto de las Bombas se conserva en el jardín del Malecón, al otro extremo de la ciudad, donde permanecen impasibles, casi algo divertidos, dos tenantes, o salvajes según el decir popular. Y en su mirada de piedra parecen adivinarse las instantáneas de aquella batalla, legendaria más por los historiadores que por su utilidad bélica, y el paso de un cardenal-guerrero de los de espada en ristre, teología antigua, rocín lozano y galgo cristiano y corredor.

Fisgoneado en La Verdad.

This entry was posted on 12/27/2009 and is filed under , , , , , . You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0 feed. You can leave a response, or trackback from your own site.