Coladas a pedales.

A pico y pala. Así labra Diego su conciencia ecológica. En su cueva de Murcia tiene una 'bicilavadora' y una moto que conduce en punto muerto.

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Diego Noguera y 'Valentina', con su 'bicilavadora' y la radio solar sobre ella, junto a la cueva.

Con sólo un pico, una pala y una carretilla con la que él y su compañera extrajeron 250 metros cúbicos de arena de las profundidades de la tierra, este «troglodita del siglo XXI», como el mismo Diego Noguera se define, construyó su morada. Una cueva de 90 metros cuadrados, 2,5 metros de altura media, tres habitaciones, un salón, una cocina, un trastero y un cuarto de baño en plena montaña alberqueña (Murcia). La envidia de cualquier buscador de piso, vaya. Son siete los años que esta pareja lleva viviendo en la gruta. Sin otra presencia humana en cuatro kilómetros a la redonda. Es su forma de protestar contra la especulación urbanística: «Es un disparate lo que están haciendo».

«Me estresé de la ciudad, del ruido, del follón...». Y menudo cambio. Entre olivos, higueras, azufaifos, madroños, almendros y «los pinos del Estado» están ahora Diego y Encarna en su parcela de 10.000 metros cuadrados. El respeto al medio ambiente es su vida. Cómo si no se explica su 'bicilavadora', el artilugio estrella de su cueva. El electrodoméstico se lo regalaron hace años. El murciano lo destripó, desconectó la correa que va del motor al tambor y le adaptó una biela de bicicleta con un pedal. ¡Voilà! «La gente pone la colada y se va al gimnasio. Yo meto la ropa, le doy a la manivela y veo los pajarillos. Y hasta cambio impresiones con Valentina», su burra. Cinco cubos de agua por lavadora, unos 45 litros, casi la mitad del consumo de los electrodomésticos comunes «del otro mundo», como él lo llama.

Diego recita el gasto mensual en su hogar. 336 litros en fregar platos, 144 en ducharse, 280 en el váter..., «1.120 litros al mes entre mi compañera y yo». Hasta 15.000 litros tira en ese periodo una pareja española en «el otro mundo», según Greenpeace. En la cueva de Diego, el agua no procede ni de desalinidora, ni de trasvase ni de explotación de acuíferos. «Tengo la que me manda la naturaleza del cielo». Recoge la lluvia en un aljibe de 24 metros cúbicos, deja que se sedimente y la depura. Cada dos coladas (con detergente biodegradable, claro), el agua se destina a regar las plantas. El mismo camino desde el fregadero y la ducha. Bueno, ducha... Un cubo con un grifo en su base colgado por encima de sus cabezas permite el aseo diario de Diego y su pareja. Con nueve litros de capacidad y aún les sobran: «La presión del agua es la principal culpable de que la gente la derroche».

La lavadora a pedales no es el único ingenio ecológico con el que ahorran energía. Su veredicto es rotundo: «O inventan más cosas que no gasten o el desastre ecológico no lo para nadie». Sin tele, una radio solar les mantiene informados. Un par de linternas que se cargan con manivelas alumbran a la pareja en sus movimientos por la cueva. Pero el grueso de la electricidad lo logra una placa solar de 50 por 80. Una vieja batería de camión de 12 años se encarga de acumular la energía y distribuirla al punto de luz que hay en cada una de las estancias de la casa, además de que todas se iluminan con una puerta al exterior. Se levantan y acuestan «con el sol».

Palomas para las rapaces

Diego ha construido su cueva basándose en el 'Feng-Shui' (viento y agua). Está milimétricamente encarada a los cuatro puntos cardinales. Idóneo para que la energía circule correctamente. Los tres metros de pasillo entre cada habitación logran un 'efecto radiador' que mantienen todo el año la temperatura entre 14 y 25 grados. Más ahorro. Albañil de profesión, el murciano se gana la vida con reparaciones a particulares. Se desplaza a un máximo de cuatro o cinco kilómetros de distancia con su moto de 28 años y 50 centímetros cúbicos. Y la mayoría del camino en punto muerto. «Sólo la enciendo en alguna cuestecilla». Son las ventajas de las pendientes de la zona montañosa en la que vive: dos litros de gasolina como mucho a la semana.

HJunto a la burra Valentina, la 'familia' de Diego se completa con las perras Jara y Dina y un palomar. Las aves no son para la cazuela («somos prevegetarianos, la carne casi no nos entra ya...»), sino para las rapaces de la zona. Gavilanes y águilas perdiceras. «Tenía unas 30 palomas y apenas me quedan 9». La pareja no piensa en tener hijos. Miedo a la responsabilidad, confiesa. Aunque hay alguna otra razón: «También le hacemos un favor al planeta. La densidad de población va a acabar con él. Igual pronto sólo sobreviven algunos de los trogloditas del siglo XXI».

La Luna viaja en bicicleta.

El asturiano Ramón Fernández, fundador de una de las primeras mensajerías en bici de España, reivindica este vehículo que «integra y hace ciudad»

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Ramón Fernández, pedaleando por las calles de Gijón.

Hace quince años, cuatro socios fundaron La Luna, una de las primeras empresas de bicimensajería de España, y se lanzaron a repartir paquetes por Gijón y Oviedo con un ímpetu propio de una contrarreloj. «Al principio nos miraban como un elemento un poco folclórico, resultaba llamativo que hubiésemos apostado por esa forma de trabajo -recuerda Ramón Fernández, un asturiano de Porcia que ahora se ocupa de la atención al cliente-. Pero la cosa cuajó enseguida, pronto hubo instituciones y empresas que apostaron con convencimiento por nosotros». Su cooperativa da trabajo hoy a catorce personas y lleva pedaleados 860.000 kilómetros: vamos, de sobra para viajar hasta esa Luna que les da nombre, dejar allí algún envío y regresar.

Algo de extraterrestres tenían los bicimensajeros allá por los 90, cuando se presentaban en los polígonos industriales dispuestos a llevar la carga a base de piernas. España no se había acostumbrado -seguramente no lo ha hecho todavía- a ver la bicicleta como un medio de transporte eficiente. «En otros países, la bici es algo natural. Se utiliza haga bueno o malo, haya cuestas o no, para el ocio y para el trabajo. Aquí, aún nos preguntan alguna vez si también repartimos los días de lluvia». El germen de La Luna está en una estancia de Ramón en Holanda: fue allí con el programa europeo Leonardo, para trabajar en una empresa de investigación de mercados, y se conmovió su corazón de aficionado a la bicicleta. «Lo que vi me determinó a usarla más conscientemente. Los Países Bajos siguen teniendo la primacía en este campo: se implicaron muy pronto y ven la bici como un vehículo que integra y hace ciudad».

La Luna nació con inquietud medioambiental y, según los cálculos de sus responsables, ha ahorrado a la atmósfera más de cien toneladas de dióxido de carbono en estos años. Pero los ideales difícilmente bastarán para triunfar en el mundo empresarial: la cooperativa, que se define como «más competente que competitiva», ha organizado varias carreras para demostrar que, además de limpia y silenciosa, la bicicleta es rápida, inmune a los atascos de la hora punta. Un mensajero puede llevar hasta quince kilos en el portabultos, con carga extra en la bolsa ergonómica, y también existen remolques que permiten trasladar treinta kilos de mercancía.

Dos medidas básicas

Aquella iniciativa de cuatro visionarios que utilizaban como oficina un local de Los Verdes es hoy una compañía de 'shipping' que también realiza envíos nacionales e internacionales de forma «medioambientalmente responsable», aunque, lógicamente, las grandes distancias obligan a emplear transportes a motor. Pero la bicicleta sigue siendo su seña de identidad y, siempre que resulta posible, trabajan con empresas similares en la ciudad de destino. Madrid, Barcelona, Euskadi, Pamplona o Palma de Mallorca ya cuentan con servicios de bicimensajería, y Ramón contempla con optimismo el futuro del sector: «Hubo un momento álgido en los 90 y ahora tal vez se produzca una nueva eclosión. Recibimos muchas solicitudes de información de emprendedores de distintas ciudades».

En lo que queda mucho por hacer es en la promoción del transporte sostenible. «Niveles como el de Holanda los dan la enseñanza y el tiempo, que crean hábitos. Es un asunto de conocimiento del medio, como se dice en Primaria. Aquí, seguramente, nos veremos obligados a seguir esa senda cuando falte el petróleo». A juicio de Ramón, una apuesta decidida por la bicicleta pasaría por dos medidas básicas: «Las normativas de tráfico urbano restringen mucho la circulación de las bicis. Por un lado, habría que habilitar zonas peatonales compatibles con el uso de la bicicleta. Por otro, habría que permitir el paso por calles de sentido prohibido para los coches: hay muchas en las que eso no supondría ningún peligro. Bruselas y París lo han hecho, y la única inversión que se precisa es un cartel que diga 'excepto bicicletas', para ponerlo debajo de la señal».

¿Y cómo ve la Cumbre de Copenhague un ciclista que ni siquiera tiene coche propio? «Buf, no puedo evitar ese sentimiento de pensar 'qué más da'. De Estados Unidos y Europa pasaremos a India y China, pero van a seguir contaminando. Yo soy bastante individualista, me interesan los grandes movimientos que surgen a partir de pequeñas acciones. ¡Llevemos una vida que nos permita tener tranquila la conciencia ecológica!».

A Adolfo le importa el rábano.

Calabazas, coles, pimientos... Adolfo Chautón consume productos de la tierra y de temporada para contaminar lo mínimo.

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Adolfo Chautón, en el huerto ecológico de Cáceres que le provee de verduras de temporada.

Adolfo Chautón, madrileño de 34 años y residente en Cáceres desde hace quince, es un geógrafo con una intensa conciencia medioambiental, que lleva a la práctica en su vida personal y profesional. Adolfo dirige la empresa Exterrae, que promueve un modelo sostenible para Extremadura, y en su día a día adopta hábitos ecológicos sencillos. Su compromiso con el medio ambiente empieza en la cesta de la compra. Consume alimentos locales y de temporada y evita la compra de productos sobreenvasados, esos que vienen en bandejas cubiertas de plástico. Así pone su granito de arena en el recorte de las emisiones de CO2 a la atmósfera. Es de los que cree que la ecología empieza por pequeñas acciones cotidianas, gestos que no figuran en las agendas de los responsables institucionales que están en Copenhague, pero que seguramente hacen más por el planeta que la verborrea política. No sabemos el menú que se servirá hoy en la cumbre del clima, pero poco tendrá que ver con el de este ex jugador de rugby que procura proveerse de coles, berzas, calabazas, apios, escarolas, pimientos, rábanos o cualquier otra verdura de temporada que adquiere en un huerto urbano cercano a su casa, en la ciudad vieja de Cáceres. A eso le llama consumo responsable, «que en absoluto significa consumir menos», aclara. Lo ilustra con el siguiente ejemplo: «En un supermercado se pueden comprar manzanas locales o de Nueva Zelanda, que vienen envasadas. El impacto ecológico de esa manzana de Nueva Zelanda es enorme. Ha emitido a la atmósfera CO2 derivado de su transporte, de las cámaras frigoríficas y de la generación de plásticos para el envase. El consumidor no va a dejar de comerse una manzana, pero depende de si se come una u otra lo hará de una forma más o menos responsable».

El pan, en una ecotahona

Adolfo no piensa en términos de globalidad, prefiere hacerlo desde planteamientos locales. «Cambiando nuestro entorno cambiamos el mundo, así de sencillo». Por eso adopta actitudes modestas que ayudan a cuidar el medio ambiente. Todos los electrodomésticos de su hogar, así como las bombillas, son de bajo consumo; usa el lavavajillas y la lavadora sólo si están llenos; no deja el grifo abierto cuando se cepilla los dientes, y las cisternas de los cuartos de baño son de doble pulsador para no derrochar agua innecesariamente. Le habría gustado emplear energías alternativas en su casa, pero al estar enclavada en una zona protegida del casco antiguo tiene prohibida la instalación de paneles solares.

Su pareja, Cristina, es otra convencida de que el ecologismo empieza por uno mismo. De hecho, fue ella la que rehabilitó el viejo caserón donde viven, recuperando las bóvedas y otros elementos arquitectónicos tradicionales de Extremadura y empleando para los cerramientos materiales aislantes de última generación. Son más caros que los normales, pero a la larga resultan rentables por su ahorro energético. Fieles a un modo de vida sostenible, la pareja compra el pan en una ecotahona de Hervás, que lo elabora ecológicamente. Cristina no come carne, uno de los alimentos que más huella ecológica produce; Adolfo apenas la consume un par de veces a la semana, lo mismo que el pescado. Huevos sí, pero siempre de granjeros locales. Los desplazamientos los realizan a pie y en bicicleta, y el coche, lo imprescindible. En su cocina hay cuatro cubos para el reciclaje: uno para los envases de plástico, otro para el vidrio, otro para el papel y un cuarto para la materia orgánica, que también separa minuciosamente porque con los restos de frutas y verduras generan compost que reutilizan en el huerto urbano que les suministra las verduras de temporada que consumen. Así cierran un círculo perfecto. Pequeños gestos desde el corazón de Cáceres para los pulmones de todo el planeta. Naturalmente que sí.

Una foca en Internet.

Ángel Zafra es el padre de 'Focax', una red social sobre medio ambiente. Cumple su primer año con mil seguidores.

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Ángel Zafra, en su almacén de Alhaurín de la Torre (Málaga). La foca es el símbolo de la red.

Vegetariano desde hace veinte años, Ángel Zafra no sólo pone en su mesa productos verdes. Sus negocios y tiempo de ocio también están impregnados de este color. Fundaciones, asociaciones, ONG... se suceden sin parar en la vida de este «ciudadano global» nacido en Barcelona, pero afincado en Málaga. Hasta vivió un año en una favela de Sao Paulo (Brasil). «A lo único que aspiro es a dejar el planeta como me lo he encontrado», sentencia este empresario de 51 años dedicado a la construcción de casas con madera ecológica. Lo último que ha añadido a sus 'quehaceres' medioambientales: Focax, una especie de Facebook verde en internet o, como a él le gusta llamarla, «la red social de la comunidad consciente».

Una foca sobre una placa de hielo en el Ártico da la bienvenida a esta red. «¡Qué mejor que el símbolo del calentamiento de los polos para ser la imagen de este portal!», exclama su promotor escondido entre los tablones de los que saca tiempo para dar vida a su pequeña criatura cibernética.

La versión en pruebas de Focax levantó su persiana virtual hace un año en una nave industrial en Alhaurín de la Torre. Apenas se ha publicitado. El boca a boca ha sido muy efectivo: más de mil usuarios y organizaciones de todo el mundo ya se han registrado y comparten experiencias, proyectos medioambientales, acciones sociales... «Es mucho más que subir fotos y mantener el contacto con los amigos», matiza Ángel. Así, desde Villa Mercedes (Cazuca, Colombia) han solicitado voluntarios para construir 62 viviendas de emergencia durante las vacaciones de Semana Santa, mientras que Corredores con Causa -vinculada a Save the Children- han pedido deportistas interesados en el proyecto. Tampoco faltan los consejos medioambientales para reducir las emisiones de CO2 mientras se celebra la cumbre de Copenhague o convocatorias de manifestaciones verdes. «La ciberacción será la herramienta democrática del futuro», vaticina este ecologista tomando como base el presupuesto que los servicios de inteligencia de los países desarrollados destinan al rastreo de información por las distintas redes sociales.

Sin beneficios

Focax sólo es un «granito de arena más en un mundo cada vez más concienciado con el medio ambiente». De este proyecto no espera -ni quiere para sí- un euro de beneficios. «Sueño con que esta red social sea sostenible económicamente por sí misma, como sucede en Estados Unidos, donde es todo un fenómeno de masas con más de doce millones de usuarios». Por ahora su negocio de madera respalda la iniciativa y de él han salido los 600.000 euros de inversión. Hasta comparten oficina. Quizás sea paradójico que este material pueda financiar un portal verde. «Mi madera procede de bosques en los que se plantan siete árboles por cada ejemplar que se tala», se excusa Ángel recordando todas las certificaciones necesarias para una empresa de este tipo.

Si en su vida profesional domina el tema medioambiental, en su casa no iba a ser menos. Lleva a rajatabla el lema de que un hogar puede hacer tanto como un gobierno por el medio ambiente. Recicla todo lo que está en su mano, controla al máximo el gasto de agua y luz, sus electrodomésticos son de bajo consumo... Aunque no es perfecto. El coche se le resiste. Lo necesita para ir a trabajar al estar sus oficinas en un polígono industrial. Otra falta: en su vegetariana mesa tampoco aparecen muchos productos ecológicos. «Siempre como fuera y no puedo exigir el certificado de origen de todos los alimentos, porque si no no almorzaría». Los extremismos no van con él.

En su cartera de proyectos, más bien en el congelador, guarda un proyecto para crear una granja biodinámica en Cazorla. Algo así como el siguiente paso a la agricultura ecológica. La teoría es sencilla: un espacio rural que sea autosuficiente. Nada de excedentes. «Por ejemplo, no podría existir más de una vaca lechera por hectárea», explica quien en sus años mozos también fuera vaquero en Madrid. Pero el dinero manda y el lema de 'pensar global, actuar local' tiene su coste. Y Focax no sólo se ha llevado todo su presupuesto medioambiental. También el personal. «Todo sea porque las nuevas generaciones disfruten de la Tierra como nosotros».

Verde entre verdes.

En la explotación de Xabier Almandoz las cabras se curan con homeopatía y las plagas, con remedios de hierbas.

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Almandoz, en el establo de su rebaño de cabras. La hierba se seca con energía solar.

Aldaba Zahar es una explotación rural que se alza en las alturas de Tolosaldea, una comarca del interior de Guipúzcoa. Como en cualquier otra granja en ella se cría ganado (cabras en este caso), se cultivan hortalizas, se elaboran quesos e incluso se hacen panes y productos de repostería. Lo que diferencia a esta pequeña cooperativa de otras explotaciones similares es que todo lo hace con arreglo a criterios de sostenibilidad medioambiental. Si una cabra cae enferma no se le administran antibióticos sino remedios homeopáticos. Si se detecta una plaga en los tomates se recurre a preparados inspirados en viejos tratados de herboristería y no a productos químicos de síntesis.

La cabeza visible del experimento es Xabier Almandoz, un donostiarra de 52 años que se trasladó al campo hace ya un par de décadas atraído por los cantos de sirena de los movimientos que reivindicaban la vuelta a la naturaleza. «Pusimos un anuncio en la revista 'Integral' y terminamos aquí», resume. Almandoz y sus cuatro socios han luchado desde entonces contra viento y marea para sacar adelante el proyecto sin desviarse de los criterios de respeto al medio ambiente que lo inspiraron.

Esos criterios no sólo están vigentes en los productos que cultivan y venden bajo el sello ecológico. Las calderas que calientan sus viviendas se alimentan de biomasa procedente de los bosques cercanos. «Es cierto que la calefacción de gasóleo que tienen todos los caseríos de los alrededores es más cómoda, pero nosotros preferimos hacer un esfuerzo y recurrir a la madera de los alrededores», confiesa. Incluso la hierba de la que se nutren las cabras se seca con aire caliente procedente de la energía que proporciona el sol. «Al principio nos tomaban el pelo porque decían que aquí nunca iba a haber sol suficiente para calentar nada, pero ahora tenemos un secadero de hierba que va de maravilla y que tiene un gasto mínimo de energía», sonríe.

En la rehabilitación de las casas -el pequeño núcleo rural estaba en ruinas cuando la cooperativa echó a andar- se utilizan también soluciones 'verdes'. El aislamiento de las paredes se realiza con balas de paja y los tejados se recubren con tierra vegetal. «La paja es un aislante natural extraordinario siempre que se mantenga alejada de la humedad», explica. En cuanto a las 'tejas' vegetales, se trata de un sistema cada vez más utilizado. «Se pone una lámina de caucho impermeabilizante y se echan encima entre 10 y 12 centímetros de tierra. A las pocas semanas tienes un tejado poblado de hierba con unas propiedades aislantes muy superiores a cualquier solución tradicional».

La cooperativa busca diversificar al máximo su producción. La piedra angular de su economía es de momento una planta en la que elaboran quesos con sello ecológico. Tanto los quesos como el resto de los alimentos que producen (desde pan integral hasta mermeladas o sidra) los venden en mercados de los pueblos de los alrededores sin dar la espalda a otros canales como Internet. Tienen incluso una distribuidora especializada en productos ecológicos. Almandoz no descarta incorporar a medio plazo unas habitaciones para un turismo con inquietudes 'verdes' y piensa incluso en recibir visitas para que las gentes de ciudad vean cómo funciona una explotación rural.

El relevo

La cooperativa forma parte de Biolur, la asociación que agrupa a los productores de agricultura ecológica en Guipúzcoa. Aunque nadie pone en duda que los productos orgánicos representan el futuro del sector primario, hoy en día la producción es casi testimonial (en torno al 3% del total en el País Vasco). Almandoz es consciente de que la creciente sensibilidad medioambiental juega a su favor pero le gustaría que las cosas fueran más deprisa. «Suscitamos simpatía pero falta que la gente dé un paso más y vea normal pagar algo más por unos alimentos cultivados sin productos químicos y que ofrecen todas las garantías».

Aldaba Zahar (vieja aldaba) luce hoy más verde que nunca entre los rabiosos verdes de los prados que la rodean. Los socios de la cooperativa están de enhorabuena. El hijo de uno de ellos, un joven de 26 años, ha decidido regresar después de haber vivido dos años en el exterior. «Era un mecánico de camiones muy competente y se lo rifaban los talleres pero ha preferido volver aquí arriba y trabajar el campo con nosotros», dice Almandoz con gesto alegre. La cooperativa tiene el relevo asegurado.

La ingeniera pastora.

María Valbuena pastorea sin aditivos ni colorantes en Valladolid. No volverá a trabajar en una fábrica.

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María Valbuena alimenta a sus ovejas entre pastos y rastrojeras en La Seca.

Cambió un buen puesto de ingeniera técnica agrícola en una fábrica de piensos en expansión por el cuidado de 1.070 ovejas a las que quería alimentar entre pastos y rastrojeras. María Valbuena (Laguna de Duero, Valladolid), hija de profesores y amante de la vida natural, intenta cumplir su sueño en la pequeña localidad vallisoletana de La Seca, donde pastorea el ganado por pequeñas tierras atrapadas entre el mar de viñedos que caracteriza el paisaje de la localidad, integrada en los caldos blancos de la Denominación de Origen Rueda.

Con un rostro digno de ser inmortalizado por una paleta clásica, esta joven de 26 años ha optado por un modo de vida del que huyen decenas de muchachos del medio rural, que buscan en la ciudad las oportunidades que les niega el campo. María tiene tan claro su empeño, compartido por su marido, José Román García, 16 años mayor que ella, que habla con ternura de las ovejas y de su interdependencia con el ser humano.

Ambos iniciaron su aventura comprando cabezas de la raza assaf, más productoras de leche que de lechazo, pero la idea de estabular al ganado y engordarlo con piensos y jeringas comerciales no casaba con sus convicciones. Así que apostaron por la raza castellana, carne de mayor calidad pero exigente en el método alimenticio. Los pastos y rastrojos, «que no tienen aprovechamiento agrícola», cubren el 80% de su ingesta. El resto son patatas y zanahorias que, al mínimo defecto, desechan las fábricas del entorno. «Es otra manera de reciclar, ¿por qué no lo vamos a aprovechar si su destino es la basura?», se pregunta María.

Concienciada con el medio ambiente, lamenta los efectos dañinos de la explotación intensiva de la agricultura y la ganadería, la plantación de viñedos, la roturación de montes y pastizales y el excesivo uso de herbicidas «que están acabando con el alimento natural del ganado, de la flora autóctona y de los productos típicos de la tierra».

Contrarios a los implantes de melatonina que inyectan muchas explotaciones a sus animales para que entren en celo, María y José prefieren poner los carneros a su disposición y una dieta natural adecuada durante los meses de noviembre y diciembre. Porque ellas, las ovejas, saben que van a parir en marzo y que en primavera habrá pasto abundante para alimentar a sus crías.

Un gran rebaño que cada quince días cambian de lugar en busca de comida y que guardan entre verjas escondidas entre pinos. Pero las cosas no son como antes. Con pocas ovejas ahora no se puede sobrevivir, se necesitan muchas cabezas para que la actividad sea rentable. Eso exige instalaciones, naves, máquinas de ordeño, vacunaciones y desinfecciones. Un trabajo esclavo, sin días libres, que, ante todo, «exige vocación», dice José. María lo ilustra con lo complicado que fue su boda por la falta de tiempo y «la movida familiar que montamos para escaparnos una semana de luna de miel». Todo por la calidad de la leche, que venden a las queserías, y del lechazo, que varias carnicerías se disputan.

No comen congelados

En casa, también productos naturales. «No usamos nada congelado. Creo que la gente en los pueblos vive más años, aquí hay muchos ancianos de 80 y 90, tal vez porque los alimentos son más naturales y por la falta de contaminación», sostiene esta pastora que reivindica su oficio con orgullo. «Antes, el pastor era el más tonto del pueblo, ahora hay que saber».

«Podría tener futuro en una empresa, pero lo importante es ser feliz y disfrutar de las cosas que nos pasan desapercibidas en la ciudad por el estrés y las prisas». José, su marido, que abandonó los estudios de Derecho para heredar el oficio de su padre, se emociona y comenta que hay días, cuando él pastorea, que llama por teléfono a su esposa para que salga de la casa y contemple «la inmensa puesta de sol».

Ahora sueñan con un huerto, una vaca y unas gallinas. «Creo que nosotros sí aportamos nuestro granito de arena para mejorar el planeta», concluye María.

Y las ovejas de tontas, nada. «No sé por qué las llaman borregas», se apresura a explicar José. «Cuando se ponen nerviosas o brincan es que va a llover. Predicen el tiempo mejor que Maldonado».

De la sartén al Mercedes.

Roberto Sánchez carga el depósito de su coche con aceite de los bares. Ahora se ha propuesto arrancarlo con agua.

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Roberto Sánchez, subido a su 'Merceditas', en la costa santanderina.

Roberto no puede parar quieto. Y como tampoco le va demasiado eso de trabajar de lunes a viernes a cambio de un sueldo fijo, ha dado con la fórmula para atravesar España con sus tablas de surf sin gastar apenas unos euros en combustible. Lo coge gratis de las freidoras de los restaurantes, salvo cuando el tasquero de turno se pone terco y debe poner rumbo a la gasolinera más cercana. Porque su 'Merceditas' anda con todo. Incluso se ha propuesto arrancarlo con el hidrógeno que le roba al mar. Se trata de un Mercedes 300 TD familiar de 1982, con una bomba de inyección prodigiosa, en manos de un peculiar surfero empeñado en vivir en un mundo más limpio y justo.

Santanderino, de 38 años, pasa los días solo en un semisótano con vistas al Sardinero donde sueña con recorrer 100 kilómetros con un litro de agua. «La investigación es cara. El hidrógeno es muy inflamable, pero en cuanto tenga dinero... lo conseguiré».

Roberto Sánchez no es ingeniero ni científico. Ahora sólo diseña y arregla tablas para cabalgar sobre las olas. Pero esconde un currículo tan extenso como sorprendente. Se estrenó a los 17 años como camarero. Luego estudió Artes y Oficios y empezó a ilustrar guías de naturaleza hasta que se cansó de dibujar pájaros y flores. A los 29, hizo el petate y se plantó en Estados Unidos. Trabajó de albañil, encofrador, electricista y carpintero. A ratos. Sin mucho estrés. «En veinte días hacíamos una chalé de un millón de dólares. Yo sacaba unos 3.000 euros, y en dos meses juntaba 6.000. Bajaba a México, donde ese dinero daba para mucho». Allí montó tirolinas en la jungla, aprendió a construir palapas -chozas de palmas secas y madera- y pintó muchos murales. Cuando el presupuesto ya no daba ni para un trago de tequila en condiciones, regresaba a California, Hawai o Colorado a levantar casas para familias acomodadas. Se aburrió a los cuatro años y volvió a Santander empapado de ecologismo.

En Estados Unidos alguien le había hablado de coches movidos con aceite y en Internet confirmó que el mejor turismo para conseguirlo era ese tipo de Mercedes. «Empecé a tunearlo por enredar, porque me encanta la mecánica, por contaminar menos, por ser antisistema».

Por su tubo de escape sale ahora algo de humo, «pero he logrado reducir mucho las emisiones».

Roberto lo mide y calcula todo. Resulta increíble que de crío no se le dieran los números. «En Santander tengo el suministro garantizado. La freidora de un restaurante necesita entre 25 y 30 litros y la suelen cambiar una vez a la semana, si no son muy guarros. Me apaño con cuatro o cinco suministradores fijos».

Como el de la botella

Ya en casa, limpia el aceite con un equipo doble. «Fuera del coche utilizo una serie de filtros para decantar el agua. Otro de turbina de barco me lo deja en dos micras. Me queda como el de la botella, de color oro». En el adaptador colocado en las entrañas de 'Merceditas', el más ecológico de los carburantes se vuelve a filtrar y se calienta a 90 grados para evitar su coagulación.

Parece sencillo, el principio del fin de los surtidores. Cuestión de manitas y bastante paciencia. Pero no sueñen. El sistema sólo funciona con esta bomba de inyección 'made in Germany', «la mejor del planeta».

Mientras mejora el sistema, pule tablas y coge olas en el Cantábrico, Roberto sueña con los mares que bañan África. Quiere cruzar el continente a bordo de un todoterreno propulsado por agua. El proyecto, que ha tomado el nombre de sus orígenes -'Free-tanga'-, está pendiente de que alguna marca de surf capee de una vez el temporal de la crisis y lo financie.

Fisgoneado en La Verdad.

This entry was posted on 12/18/2009 and is filed under , , , , , , , . You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0 feed. You can leave a response, or trackback from your own site.