La ermita donde hoy se celebra la bendición de animales hunde sus raíces en el siglo XV. La llamaron ermita de San Lázaro; pero al final venció San Antón. Este barrio, como todo el Norte de la ciudad, fue tierra de asentamiento durante la Edad Media. Allí encontraron los castellanos un lugar para establecerse, en la remota alquería de Cantaratabala o Puente de Tabala, junto al otro lado de la enorme muralla que protegía la ciudad, en el arrabal de La Arrixaca.

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Antaño. Unos puestos con distintos tipos de ¡ golosinas flanquean la entrada a la ermita de San Antón, en un día como hoy pero de hace cuatro décadas.

La antigua ermita, fundada por Martín de Selva en el siglo XV, se alzaba a pocos metros de la Puerta de Molina, principal acceso a Murcia. Hasta bien entrado el siglo XX aún se llamaría a esta avenida carretera general de Albacete a Cartagena. Durante siglos fue paso obligado para los viajeros. Por ello se ordenó que cuantos sufrieran alguna enfermedad, antes de entrar a la urbe, debían guardar cuarentena en el templo, entonces bajo la advocación de San Lázaro.

Era cuestión de tiempo que se creara en su entorno un hospitalillo, a cargo de la Hermandad de San Antón, formada por piadosos hermanos que velaban por sanar a los enfermos. Tal fue la popularidad de estos religiosos que la ermita cambió su nombre por el de aquella congregación.

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Animada. Hace ahora un siglo, las fiestas eran tan animadas como en la actualidad, según publicó 'La Verdad'.

La Orden de los canónigos agustinianos Hospitalarios de San Antón fue fundada en 1095 y sus integrantes se distinguían por mostrar una cruz en forma de T -cruz Tau-, de color azul, sobre el pecho de sus hábitos negros. Su principal ocupación fue curar a los afectados por el llamado fuego de San Antón o 'fuego del infierno'.

Esta terrible enfermedad, hoy conocida como ergotismo, está causada por la ingestión de cereales contaminados por hongos tóxicos. El diagnóstico era más temible que la propia lepra. Porque los enfermos veían gangrenarse sus extremidades. Después de una larga agonía, pies y manos se desprendían ennegrecidos, sin sangrar.

Tras la reconquista

Poco después de la reconquista, los hermanos de San Antón llegaron a Murcia y se establecieron donde aún perdura su ermita. Junto a ella, también levantaron la tradicional sala de enfermería. La ermita fue reconstruida a finales del siglo XVII, aunque los trabajos se alargaron a medida que se acortaban las limosnas y ayudas para concluir la obra. Pero no decaía el interés de los fieles. De hecho, Felipe V llegó a otorgarle al templo la categoría de santuario real en 1710, durante la Guerra de Sucesión.

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Como siempre. En 1974, una niña ríe ante su perro disfrazado mientras empuña los tradicionales panecillos.

El escudo de la Casa Real colocado en la entrada a su portería anunciaba tan alta distinción. Sin embargo, poco duró la alegría. Apenas ocho décadas después, el Rey ordenó quitar los hábitos a la Orden, hasta que en 1806 una bula pontificia la abolió. Por entonces sólo quedaban dos religiosos en la ermita, que pasaron a la iglesia de Jesús como sacristanes.

La desamortización de Mendizábal, en el siglo XIX, daría otro varapalo a la ermita, cuya hospedería fue adquirida en 1872 por Bartolomé Martínez, junto a un magnífico huerto que dedicó al cultivo de flores. La ermita, propiedad del Obispado de Cartagena, quedó al cuidado de Bartolomé, quien empleó parte de su fortuna en mantenerla y celebrar la tradicional romería el día del Patrón. Así se mantuvo la tradición entre los fieles de recibir los panecillos benditos. En su origen, se ofrecían al santo para que bendijera a los animales de carga y granja, a menudo únicas riquezas y esperanzas de los huertanos. El uso actual, más práctico, recomienda atesorarlos en monederos y carteras para que en ellos nunca falte dinero.

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Siglo XVIII. 'El Correo Literario', en 1973, ya recogía las avalanchas de vecinos en las fiestas.

Justo enfrente del templo se alzó durante siglos el convento franciscano de San Diego, derribado en 1836. Si de la existencia de este edificio apenas queda huella en la memoria colectiva, más fortuna tuvo la Fábrica de la Seda, que ocupó su solar. Aún perdura en el jardín actual la gran chimenea de ladrillo, único vestigio del complejo industrial.

Pese a todo, el fuego de San Antón sigue más encendido que nunca. El impulso de la Hermandad y de los vecinos del barrio ha sido tan notable que los festejos gozan de la salud que perdieron aquellos remotos afectados del fuego del infierno.

Olisqueado en La Verdad.

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