El mayor naufragio de la historia del Mediterráneo sucedió en 1906 frente a las costas murcianas.

Al joven Martín Hailze le salvó la vida el descuido de un obispo. Y aunque habría de sentir remordimientos durante el resto de su vida, no titubeaba al afirmar que aquel «ya tenía cumplida su misión, mientras que yo soy joven». Los gritos de desesperación en la cubierta, las peleas a navajazos por conseguir un salvavidas mientras unos clérigos bendecían por doquier, el estruendo de hierros retorcidos, las súplicas de auxilio de quienes saltaban al agua y el crujido de la estructura, que la mar devoraba, hicieron pensar a Martín que había llegado su hora. Pero no sucedió, aunque lo parezca, en el legendario Titanic. Ocurrió en 1906 frente a los costas de Cabo de Palos, a bordo del Sirius o Sirio, el trasatlántico protagonista del mayor naufragio en la historia del Mediterráno.

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A las cuatro y cinco de la tarde sucedió la tragedia. Era sábado. El vapor, de la Compañía General de Navegación Italiana, cubría su ruta hacia el puerto de Cádiz, donde debía completar el pasaje y zarpar con rumbo a Brasil. Procedía de Génova, en cuya capital había tomado 620 pasajeros. Había hecho escala en Barcelona, recibiendo a bordo unos 75 pasajeros más, que con los 127 hombres de su tripulación sumaban un total de 822 personas, en su mayoría mujeres y niños de corta edad.

Al cruzar por delante de los peligrosos Bajos de las Hormigas, un lugar tan maldito como presente en todas las cartas de navegación, un estruendo interrumpió la rutina de los pasajeros. El barco embistió las piedras. El pánico que se apoderó de los de a bordo, según publicó El Mediterráneo de Cartagena, «no es para describirlo. Los gritos de dolor, las imprecaciones, las voces angustiadas que pedían socorro, se confundían con el ruido estridente de la embarcación naufraga, que tambaleándose entre los escollos en que estaba sujeta, se tumbó de babor, no presentando a la superficie más que la parte de proa, viéndose también el puente y las dos chimeneas». Llegaba el final.

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Los cuerpos fueron arrojados hasta la costa. La fotografía muestra el puerto de Cabo de Palos.

La explosión de las calderas precipitó el fatal desenlace. El joven Martín explicaría después que se cometieron «escenas de verdadero salvajismo. Peleábanse entre sí hombres y mujeres por los salvavidas; pero, cómo: a patadas, a puñetazos limpios, con uñas y con dientes. Hasta vi algunos esgrimiendo cuchillos. Un hombre alto y fornido sostenía feroz lucha con una joven de rara hermosura, casi una niña, a la cual quitó el salvavidas, y con él logró salvarse».

La historia sólo rinde tributo al segundo piloto del buque, el único oficial que no abandonó la nave cuando todo estaba perdido. El capitán José Piccone, con casi 50 años de navegación en sus barbas, y el resto de oficiales no perdieron ni un segundo en saltar a los botes salvavidas. Los diarios destacarían más tarde el «criminal abandono o imperdonable impericia del capitán del buque». Él se defendió negándolo todo. Las investigaciones posteriores, a cargo del Gobierno italiano, revelaron un dato de una actualidad pasmosa. El Sirius, aparte del pasaje legal, se dedicaba a recoger inmigrantes clandestinos a lo largo de la costa española. Quizá por ello navegaba tan cerca de tierra. Por tanto, sólo las profundidades de la mar, que en ese punto alcanzan los 70 metros, conocen el número exacto de muertos.

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Al día siguiente de los hechos, El Liberal adelantaba la cifra de 200 muertos. Sería superior.

Ángel Rojas Penalva, en su obra El Naufragio del Sirio, una auténtica enciclopedia para descifrar la tragedia, aporta estos datos y concluye que «la capacidad oficial del buque era de 1.300 pasajeros distribuidos en 80 de primera clase, 40 de segunda y 1.160 de tercera». Pero añade: «Otras fuentes consultadas cifran entre 700 y 1.700 el número de pasajeros. Debido a que en los ranchos se contaba a 4 menores como 1 pasajero, la cifra real parece que debió ser más próxima a los 1.700 que a los 700. Pero la mayoría de las fuentes no hace referencia a los pasajeros embarcados de forma ilegal en el Sirio, cuya cantidad pudo ser muy elevada».

La ayuda llegó pronto. En aquella zona había otros buques que incluso presenciaron el terrible naufragio. Pero pocas tripulaciones se decidieron a acercarse al buque siniestrado y, si lo hicieron, fue con muchas precauciones. No sucedió así con los pescadores de Cabo de Palos. Gracias a ellos, centenares de personas salvaron la vida. El patrón Vicente Buígues, en contra de la opinión de sus compañeros, acercó su embarcación de pesca al lugar y logró rescatar a más de trescientas almas que vivieron para contarlo. Como le sucedió al joven Martín, quien ya se creía perdido cuando observó que al obispo de Sao Paulo, Monseñor José de Camargo, mientras descendía por un cabo, se le caía el flotador. Martín lo atrapó y el prelado, quien había consolado a decenas de náufragos en cubierta sin intentar ponerse a salvo, se lo cedió. Así cuentan que se ganó el cielo. Hasta quiso el destino que su cuerpo no fuera devorado por las alimañas marinas porque, un mes y medio después, apareció en las costas de Argelia.

Fisgoneado en La Verdad.

This entry was posted on 9/15/2009 and is filed under , , , , , . You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0 feed. You can leave a response, or trackback from your own site.