El lorquino Miguel Gómez rememora el más sangriento hecho en el que intervino junto a la División Azul en la mañana del 10 de febrero de 1943.

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Krasny Bor fue la última gran batalla en la que un ejército español intervino en Europa. El día 10 de febrero de 1943, hace hoy 66 años, se produjo en los arrabales de Leningrado el más sangriento hecho en el que intervino la División Azul. Sus 5.900 soldados tuvieron que hacer frente a cuatro divisiones soviéticas con 44.000 infantes y dos regimientos acorazados con más de 100 carros de combate. Murieron 4.000 españoles y 300 cayeron prisioneros. El ejército rojo sufrió 14.000 bajas.

«Las bombas empezaron a caer de madrugada. Caían por todos lados. Luego llegó el cuerpo a cuerpo con bayonetas. Los rusos nos atacaban por miles». Son los recuerdos de aquel fatídico día de Miguel Gómez Molina. El lorquino marchó en agosto de 1942 junto a Muñoz Grandes que recibió instrucciones de trasladar a la División Azul para reforzar el cerco de Leningrado.

Todavía, 66 años después, se emociona cuando recuerda aquel día, hasta el punto de que las lágrimas cubren sus ojos. «Fuí a recoger a un compañero herido que se estaba revolcando de dolor con la mano destrozada. Me acerqué hasta él mientras las balas pasaban por encima de mi cabeza para intentar salvarle. En ese momento, una metralla me entraba por el cuello y me salía por el costal. La sangre me salía a borbotones».

Dice que nunca pensó ser soldado. «Cuando terminó la guerra tenía 11 años. No había nada que comer. Pasé mucha hambre. Un día, un amigo, Casto Poveda López, me dijo que nos alistáramos, y así hicimos. Ganaba tres sueldos de 37 pesetas que le mandaba a mi madre». Cuando llegó a Nowgorod en Rusia «me preguntaron que si sabía montar en bicicleta. Me dio verguenza y dije que sí. Así fue como me metieron en caballería. Como no había caballos, íbamos en bici».

Recuerda que hacía mucho frío. «45 grados bajo cero». Se cubrían con pasamontañas. «Las cejas se nos congelaban. Llevábamos tres pares de calcetines. Los piojos nos comían. No nos bañamos en meses y dormíamos de pie». De Lorca fueron una veintena de combatientes. «Sólo quedamos dos vivos. El resto, murieron. Fue una batalla muy, muy sangrienta».

Se entristece al pensar que nunca se les reconoció su hazaña. «Pasamos a la historia con más pena que gloria. Ni siquiera recibí una paga por haber sido herido». Los méritos militares sí llegaron. Recibió la Cruz Roja, la Cruz de Hierro y la Cruz al Mérito Militar. «No las tengo porque las doné al museo de Murcia», cuenta.

Comían pan «florecido», café, caramelos y mermelada, y del agua, dice, que mejor no recordar. «Bebíamos de un agujero abierto por una bomba en un lago. Días después, vimos que en él había un hombre muerto». El olor de aquel día a sangre, el ruido de las explosiones, y los miles de muertos a su alrededor, afirma, no puede olvidarlos cada año cuando llega el 10 de febrero. «Ni quiero, ni debo».

Fisgoneado en La Verdad.

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